Durante
eones dormitó en la oscuridad de lo eterno, flotando en el vacío indiferenciado.
Durante eones fue aprendiendo a Ser, escuchando tan solo su silencio interno.
Sintió
nacer en sí el impulso creador, lo vio revolotear en sus entrañas empujándolo hacia
algo. Lo incubó con cuidado hasta que este fue tan grande que no pudo retenerlo
más. Pronunció entonces la primera palabra y dijo “Hágase la luz”.
Un resplandor
comenzó a llenar el espacio inconmensurable. En perfecta simetría, su pureza
irradió en todas direcciones despejando las densas sombras que poblaban los
rincones del universo. Giró, giró, y volvió a girar…. bañándolo todo con su
blanca claridad. Fue Sol y se dio por completo en su radiar.
Percibió
cómo lo indiferenciado comenzaba a diferenciarse, su luz se fue densificando y trazas
amarillas comenzaron a teñir la blancura de su ser cósmico. Abandonando la simetría,
donó sus áureos rayos a la tierra recién aparecida, su Yo encontró en ella un
punto de anclaje y feliz por su nueva obra, irradió veloz al infinito. Fue el
alado mensajero de la luz, alcanzando los más lejanos vacíos.
Calmó poco
a poco su euforia, aprendiendo a escuchar cuanto le rodeaba. Inclinado hacia el
cosmos, abrió un espacio para la vida, que bajo sus pies crecía. Palpó en
amorosa entrega el verde extenso de las praderas sin frontera, y fue madre de los
seres que en ellas se esparcían.
Se observó
entonces a sí mismo como centro del todo y descubrió en su interior una fuerza capaz
de soportar el universo. Vio subir el rojo de su voluntad desde las
profundidades de sus abismos hasta las más elevadas alturas. Sintió el poder que
habitaba en su interior, fogoso y marcial a una, doblegándose para proteger el mundo.
Se elevó por
encima de sus límites hasta verse desde fuera, aplacó su ímpetu y un plácido
resplandor naranja llenó su alma con la paz del que nada espera. Abarcó la totalidad
con su sabia mirada y reconociéndose responsable de la existencia, quiso comprender
sus confines.
Llegó a
los límites del tiempo que él mismo había creado, y observó cómo el níveo azul
de la bóveda celeste se había ido densificando con el trascurrir de las eras. Infinitas
edades habían pasado desde que el espacio naciera como receptáculo inicial del todo,
su primigenio calor se había ya enfriado, y un denso azul marino daba hoy fe de
la profunda oscuridad que un día fue
iluminada.
Desde la
más lejana esfera volvió a interiorizarse en su punto central, se sumergió en
el océano violeta del dejar hacer, que impregnó sus recodos hundiéndole en la
pesantez. Se entregó por completo, perdiendo su propio movimiento, feliz de
reflejar la luz de otros. Y fue este último y voluntario sacrificio el que
permitió a su creación replicarse, observarse a sí misma en su espejo y ser una
con su creador, descubriendo en su interior el sendero de vuelta a lo eterno.