Un
soplo de brisa entró por la ventana abierta anunciando el final de las densas
tardes de estío, noches de grillos. Barrió la pesantez, que plácida descansaba
bajo las sillas del comedor, y subió las escaleras refrescando cada rincón, antes de salir
ondeando entre las blancas sábanas que hacía tiempo soltaron sus últimas gotas
de humedad.
El
joven dejó sus juegos de chiquillo, entre tirachinas y saltamontes, para seguir
el camino de las ocres hojas que, pudorosas, se lanzaban a cubrir la desnudez
del suelo creando un espacio protector, donde el barro reseco pudiese lamer sus
grietas. Impulsado por sus tonos rojizos y el incipiente olor de la vida, el
muchacho avanzó, vuelta tras vuelta, internándose cada vez más en el bosque. El
sol perdía ya su brillo cuando tomó asiento a los pies de un viejo castaño.
Allí
observó los frutos hundirse en fértil tierra y en ella deshacerse dando todo de
sí, sin egoísmos ni rencores. Inmóvil vio a las hojas sacrificar su verde
lozanía para nutrir el suelo con su descomposición. Escuchó la vida crujir
internándose en sí misma, vio caer las cúspides más frondosas del caos y
elevarse las diamantinas estrellas.
Pasaron
horas, noches, días, creció su cabello y sus ropas perdieron el color. Vinieron
parientes y amigos a preguntar el por qué de su retiro. Razonaban, pedían,
suplicaban, tratando de devolverle la cordura, intentando llevarlo de nuevo al
hogar, pero ¿cómo encerrar en cuatro paredes a quien vive en todo un universo?
Llegaron
los fríos, las nieves cubrieron sus hombros y cabellos. Sobre su piel sentía la
desnudez de los árboles que, azotados al viento, silban alzando sus ramas y
exclamaba con ellos en silencio, suplicando clemencia a los elementos. Las
lluvias empaparon su rostro y su mirada se dirigió hacia dentro, a la oculta
semilla que aún duerme, hacia el sueño latente de lo vivo y lo verde. Y en el
centro, donde nadie llega, contempló la noche más bella. Vio nacer las
estrellas, vio vacías constelaciones extenderse y morir en cúmulos de galaxias
olvidadas. Observó entonces el firmamento, sintiendo el fluir continuo del
tiempo que, lento y constante, avanza transformando todo a su paso. Vivió la
eternidad contenida en cada momento, tocó el infinito entre sus hombros, lo vio
extenderse y con él creció.
En la
noche más larga una mujer vino a suplicar nuevamente su regreso, pero él se
encontraba a eones de aquel lugar y su voz suplicante no pudo alcanzarlo. En
una lágrima cristalina, ella derramó su última gota de esperanza antes de
volver a sus quehaceres humanos. Y esa cálida lágrima cayó en su regazo,
resbalando despacio, caló la fría tierra cediéndole su calor. Y fue entonces
que allí en su centro, él vio brotar la chispa que alimenta la vida.
Arremolinándose
entre las galaxias, se plegó sobre sí dejando fuera el universo, renunciando a
la eternidad de la existencia infinita. Volvió al bosque, a su cuerpo, al
castaño. Saboreó la calidez derritiendo las nieves en sus cabellos, una
borboteante humedad invadió su cuerpo y el bosque, llenando cada rincón con una
fuerza renovada que, desde su interior, lo empujaba a elevarse. Los animales
despertaron, las plantas buscaban la luz solar, entregándose al mundo. Sintió
abrirse su corazón y expandiéndose nuevamente tocó con su alma cada ser humano
que existió o existirá. En la punta de sus dedos notó el inconfundible
cosquilleo de la vida que crece y se expande, y con ella creció, abarcando en
su pecho toda la existencia, hasta comprender que el amor irradia de un centro,
pero no conoce límites, hasta ser luz, que todo lo envuelve e impulsa.
Y al
volver a su centro, el fresco olor a vida de la verde tierra, le impulsó a
moverse, le hizo ser. Y vuelta tras vuelta, le fue guiando hasta salir del
bosque. La alegre brisa de primavera impregnó sus pulmones y se introdujo en
las rendijas de sus ropas, enredando sus cabellos revoltosos, llenando de
sonrisas su alma, henchida de eternidad, y le condujo volando de vuelta a su
hogar.
La
tierra de su niñez lo acogió paciente y franca, y él volvió ser un chiquillo,
aunque nunca más lo fue. Volvió a cuidar grillos entre sus manos, volvió a
escuchar el sol en las tardes de estío, volvió a sus hogueras nocturnas, volvió
a reflejar el firmamento en sus ojos, volvió a ser uno sabiéndose todo.