¿Es que no sentís la llamada de la libertad y del campo abierto?
Cuando en la suelta os desatan la collera infamante y os dejan francas las anchuras de la sierra infinita para correr, ¿no envidiáis a vuestro hermano el lobo que, aunque padezca hambres y miserias, es independiente y a su albedrío danza por cumbres y por valles?
No comprendo cómo, al final de vuestra tarea delatora, regresáis mansos a la llamada ronca de la caracola que os convoca de nuevo para encadenaros… Pero, sí. Sí lo entiendo. Volvéis porque os aguarda el jornal miserable; la corraliza infecta de la casa de labor donde pagan con macizos panes el esfuerzo empleado. Bien os va… ¡Enhorabuena!
¡Enhorabuena!, pero no os envidio. Ignoráis la suprema belleza de los amaneceres limpios y las tardes serenas. El regalo de la independencia absoluta, sin amos ni servidumbres. La alegría sencilla del vivir para uno mismo con los instintos desplegados al viento de la libertad…
Y lo mismo os digo, sarnosos mulos, escurridos jamelgos, grotescos borricos que prestáis vuestro músculo imbécil a la malicia del tirano. ¿Os compensa la mísera ración de mala paja el sabor del zurriagazo picante con que os acarician; de las mataduras con que sangra vuestro pellejo bajo el roce de correas y sogas de los cueros y las cinchas de vuestro atavío de siervos?
Sufrid sin queja, aduladores mansos. Los golpes que llueven sobre vuestros polvorientos lomos, merecido premio son a la conformidad otorgada al egoísmo de los hombres, y bien hacen ellos en medir con flexibles varas de fresno la hondura de vuestra sumisión.
¡Que os vapuleen!, no os compadecemos, mercenarios sin bravura y sin ira. […]”
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