- Te quiero. – dijo él, y en
verdad lo sentía.
- No es cierto, – le respondió. Y
una leve sonrisa asomaba a su boca. – no puedes quererme si aún no me conoces.
- Te conozco lo suficiente y sé
que te quiero. – insistió tozudo.
- Tú no sabes lo que es amar.
- Entonces enséñamelo, estoy
dispuesto a aprender.
- ¿De verdad lo estás?
Ella escrutó en sus ojos,
sopesando la situación… y decidió intentarlo. Se levantó con lentitud, sin
dejar de mirarle, se irguió frente a él sobre la arena, de espaldas al mar, y
preguntó:
- ¿Serías capaz de mirarme en
silencio durante una hora?
- ¡Una hora! – se extrañó él,
pero en seguida rectificó - … de
acuerdo.
- A los ojos.
Él asintió y ella se dejó caer
con fluidez, sentándose con las piernas cruzadas y la espalda recta, dejando sus dos rostros a la misma altura.
El reloj del malecón dio las 8.
Ella sonrió y relajando sus hombros, comenzó a mirarle en silencio.
Él se
sintió divertido al principio, el reloj acababa de sonar, tenía toda una hora
para admirar la preciosidad de aquellos ojos. Aunque pensándolo bien, una hora
es mucho tiempo, tal vez terminase aburriéndose con tanto tiempo… pero no
importaba, estaba resuelto a aguantar lo que fuese necesario para demostrarle
lo que sentía.
Comenzó
por fijarse en los detalles, recorrió la forma redondeada que delimitaba sus
ojos, admiró las finas pestañas, suaves y ligeras… se sintió un poco turbado
por la intensidad con que ella le observaba, se preguntó qué estaría pensando,
¿le gustará lo que ve?, ¿qué sentirá cuando me mira? La vergüenza y la
inseguridad le hicieron cerrarse un poco, sus manos buscaron solas el extremo
de la toalla y lo empezaron a retorcer, se alegró de que ella no pudiese ver en
su interior. Entonces ella torció el gesto. – ¿Lo habrá notado? – Se preguntó.
Y decidió abandonar esa línea de pensamiento.
Volvió
a los detalles, los seguros detalles, observó los surcos y dobleces de sus
iris, la forma en que estos se plegaban al acercarse al centro y cómo cambiaban
de color. Habría jurado que eran marrones, pero ahora descubría en ellos
tonalidades insospechadas. El oscuro marrón de sus valles clareaba hasta
brillar en las cúspides de esta circular acordeón, y al acercarse al extremo
exterior, se tornaba de un amarillo parecido a la miel. Si te fijabas, podías
ver cómo un halo dorado circundaba todo el iris.
Notó
que ella le miraba con curiosidad y se perdió en el dorado de esos ojos
inquisitivos, sintiendo que toda la belleza del atardecer se condensaba en esas
pequeñas aureolas. Jamás había visto un color tan hermoso. Sintió que algo se
hinchaba en su pecho, parecía poder aspirar todo el aire de la bahía en sus
pulmones, se sentía liviano, casi etéreo, capaz de tocar con sus manos aquello
que no tiene materia. La luz condensó a su alrededor formando pequeños puntitos
áureos incandescentes que danzaban en todas direcciones, hasta que, poco a poco,
su brillo fue disolviéndose en los dorados tonos del ocaso.
Volvió
a la playa, a ella, a sus ojos, y pensó jubiloso que hasta entonces no había
sabido lo que es la Belleza.
Ella
parecía asentir, como si hubiese esperado esta reacción y ahora tan solo
comprobase que todo sigue su camino. - ¿Sabría ella que la belleza habita en
sus ojos? ¿Le habría hecho mirarlos por eso? -
Desechó
estos pensamientos y respiró hondo. La calma regresó a su mirada y él volvió a centrarse
en sus iris. Avanzó ahora hacia el centro, observando con deleite cómo el
marrón viraba de nuevo, esta vez hacia el verde, un verde oscuro y profundo,
como el mar que se extendía tras ella.
Se
zambulló en ese mar, deseoso por conocer las fuerzas que se mueven en sus
profundidades. Ella vio su aspiración y con una sonrisa, le abrió la puerta a
su mundo interior. Entonces sintió sus miembros disolverse en las aguas de
aquella bahía, saboreó la sal más allá de sus labios y escuchó el tintineo que
la luz de la luna arrancaba a cada gota. Fue transparente y acogió en sí a
todos los peces. Sintió compasión por cada forma de vida y, como una madre, las
portó en su interior, se ofreció a ellas otorgándoles la existencia y en ese
darse, se perdió.
Entonces
algo le recordó que aún tenía un cuerpo, una mano le acariciaba bajando por su
mejilla, y siguiendo el tacto suave de esa caricia regresó a la playa, a ella,
a sus ojos. La emoción brotó en su mirada, y unas gotas del agua que había sido, se derramaron por su mejilla. Limpiando sus lágrimas supo que sólo ahora entendía
lo que significa la Bondad.
Se
asustó un poco, ¿cuánto tiempo había pasado?, ¿cuánto quedaba aún?, no era capaz
de decirlo, el sol se había ocultado, pero sus últimos rayos aún bañaban la
playa. Ella permanecía en silencio frente a él, sintió su propio desconcierto
reflejado en sus ojos, y entonces ella sonrió transmitiéndole toda la calma del
mundo, arropándole con una mirada que le hacía sentir como en casa. Él se dejó
mecer y avanzó tranquilo, introduciéndose en el círculo interior de sus ojos.
Sintió que la oscuridad le llamaba y, deseoso de alcanzar los secretos
escondidos en su alma, se introdujo en la más profunda negrura.
Atravesó
sus pupilas y en el fondo de su retina, descubrió reflejado el universo. La
oscura inmensidad se fue plagando de estrellas, las vio surgir y caer
iluminando cada una un retazo del cielo. Su mente se abrió y comprendió las
leyes que todo lo rigen. El impacto le dejo sin aliento y por un instante
eterno, contuvo en su interior la semilla de un universo.
Entonces
las campanas del reloj dieron las nueve y él expiró, devolviendo al cosmos lo
que siempre fue suyo. Siguiendo el metálico sonido, regresó de vuelta a la
playa, a ella, a sus ojos, y comprendió sobrecogido que acababa de percibir,
por vez primera, la Verdad.
Vio
entonces que ella sonreía, sentada frente a él. Hacía rato que había
anochecido, pero no tuvo dificultad alguna para observar su rostro porque un
sol crecía entre ambos. Percibió su perfume marino, que todo lo impregnaba,
escuchó el rítmico golpeo de su corazón, acarició sus manos, crujientes de
arena. En su interior tuvo la certeza de que la conocía, y mostrándose sin
máscaras, se reconoció en ella.
Sin
apartar del otro su mirada, se pusieron en pie, se abrazaron en silencio y en
ese abrazo abarcaron toda la playa. Se expandieron juntos, conteniendo el
universo entre sus brazos. Con todo su ser sintió que la amaba, y ese amor incluía
la existencia entera.
Entonces
se volvieron a mirar y no les hizo falta hablar, ahora ambos sabían lo que es Amar.