Pasó
media vida moviendo piedras. Sus brazos y piernas crecieron, sus músculos
llenaron hasta el último contorno de su piel. Entró tan profundo en su cuerpo
que era capaz de sentir el lento latir de su enorme corazón, el continuo fluir de
su sangre alcanzando todos los rincones, llenándolo de vida. Corría ágil cual
gacela, nada lo frenaba, andaba con la fuerza de la tierra, y a su paso el
suelo retumbaba.
Hasta
que un día, levantó la mirada.
Vio
entonces que además de brazos tenía alas. Y voló. Se alzó, despegándose de esta
tierra tan suya, de estas piedras que lo conformaban. Se elevó más allá de las
nubes, hasta las regiones donde la luz nunca muere, y allí vio su mundo del
otro lado, descubrió arriba lo que abajo conocía. Acarició el aire hinchiendo
sus pulmones, y al expulsarlo sintió que todo él salía de su cuerpo. Los rayos
solares lo atravesaron y por un instante fue luz.
Entonces
sus piedras le hicieron de contrapeso, le permitieron alternar entre fuera y
dentro. La tierra que en él habitaba le mostró cómo orientarse en este espacio
infinito. Y así, sabiéndose parte de dos mundos, pudo observar la realidad
desde ambos lados, pudo continuar avanzando.