cientos de aves
a una,
sin un sendero
rasgando mares
de espuma.
Y yo en el centro,
demente...
entre plumas:
negros puñales
que el viento arroja
contra mi cuerpo carente
de protección alguna.
Miles de voces
lloran y gritan
en mi interior.
Veinte huracanes
soplan mi sien
sin dirección.
Y yo en el centro,
en oscuro,
me mareo.
Giro,
doy vueltas sin sentido.
Giro,
entre vientos helados
que arañan mis brazos,
que arrancan mi piel
a pedazos.
Lenguas de hielo
distantes, heladas,
besan mis manos,
mi pecho,
mi cuello,
mi cara,
muerden mi ser
a dentelladas.
Lenguas de hielo
punzantes, agudas,
como columnas de un cielo
que se derrumba.
Vigas de sed
que, incapaces de aguantar un techo,
soportan el peso
de un alma de niña
en un cuerpo de mujer
dolorido,
fustigado,
agotado,
sangriento,
abierto,
casi muerto,
en el que las caricias ausentes
dejan surcos carmesí.
Y yo en oscuro
me alzo desnuda
en mitad de la nada
a la que he sido arrojada.
Desde el centro
del huracán
avanzo en contra
del mismo viento
que un día me enseñó a volar
y hoy me vuelve la espalda,
convertido en vendaval,
me roba las alas,
me quita la vida.
Mil partículas de arena
me lamen la piel
abriendo mis heridas,
cerrándome la huida.
Y llega al fin
la ansiada calma,
pero no puedo dormir.
Y yo, a solas,
calmo mi alma
porque se que nadie
lo hará por mí.
Y yo en oscuro
me desplomo,
me desmayo,
y en mi interior
sigo girando,
sigo muriendo,
sigo en oscuro,
en blanco y negro.
Porque veinte huracanes
son muchos
para un solo cerebro
y pocos
para un corazón herido.