Hace años la
sociedad se preguntaba si los hombres eran dueños de sí mismos o si por el
contrario, eran dominados por el mal, representado por el demonio. Se
preguntaban si nuestros actos estaban impulsados por el egoísmo, la codicia u
otras bajas pasiones, y se buscaba la manera de superar esos impulsos, de no
dejar que nuestra vida esté dominada por ellos, para así lograr ser un hombre
“bueno”, para ser dueño de uno mismo, para ser libre.
Hoy en día
en cambio, las fronteras que separan el bien del mal se han difuminado en gran
medida, han dejado de ser competencia de una autoridad exterior como la iglesia.
Ha pasado a ser cada individuo el que define su propia ética, el que dibuja el
mapa de sus valores y decide conforme a qué directrices quiere vivir.
Hemos dejado
de preguntarnos si el demonio nos domina, tenemos libertad para actuar como
creamos que debemos actuar. Y sin embargo
no hemos llegado a ser hombres libres, porque en lugar de coger nuestras
propias riendas y ponernos al mando de nuestra vida, hemos dejado que las cosas
ocupen ese lugar. Las posesiones, el dinero, la necesidad de trabajo, la
sociedad, las circunstancias que nos rodean… todas esas cosas que nosotros
mismos hemos creado, se nos han montado encima y dirigen nuestras vidas.
El hombre
moderno está dominado por el mundo que ha creado, y solo si se libra de esta
dominación, si aprende a ser él mismo más allá de las posesiones y
circunstancias que le rodean, podrá por fin llevar las riendas de su propia
vida y ser un hombre libre.