Para decidir
nosotros nuestro propio rumbo, debemos primero darnos cuenta de que hasta ahora
no lo hemos hecho. Una vez aceptamos esto, podemos empezar a aprender a nadar,
pero surge entonces una pregunta esencial: ¿hacia dónde?
Probablemente
hasta ahora la dirección en la que hemos ido haya coincidido más o menos con la
corriente, con lo que se espera de nosotros, con lo que se supone que debemos
querer, con la dirección en la que nos lleva el río en el que cada uno está
sumergido. Pero ¿es ese realmente el rumbo que queremos tomar?
Para saberlo
tenemos primero que olvidarnos del río, tenemos que parar en una roca, dejar
que la luz del sol nos seque y escuchar el fluir del agua olvidándonos de su
dirección. Tenemos que ver qué es lo que queremos, hacia dónde queremos ir, sin
importar hacia dónde íbamos hasta ahora.
Si no lo
vemos claro, podemos seguir parados un rato más, o zambullirnos y parar en otra
roca más adelante. No pasa nada por
dejarnos llevar un tiempo, es mejor eso que quedarnos paralizados por la
indecisión y el miedo a errar el rumbo, pero siempre siendo conscientes de
ello, siempre sabiendo que ese no es nuestro rumbo definitivo y que en algún
momento tendremos que volver a pararnos y buscarlo.
Podemos
repetir este proceso varias veces y probar diferentes corrientes, lo importante
es que cuando realmente encontremos nuestro rumbo, nos zambullamos y nademos
con fuerza en esa dirección.
Puede que
nos resulte difícil al principio, incluso que nos de miedo, pero según vayamos
nadando, nuestros músculos se irán fortaleciendo. Iremos además creando nuestra
propia corriente en esa dirección, que aunque al principio sea imperceptible,
si seguimos nadando ira creciendo y terminará por ayudarnos.
No debemos
tener miedo, todos nacemos preparados para nadar, solamente tenemos que
aprender a hacerlo.
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